Ya la tienes sentenciada, mi queridísima amiga. Tu tiempo se cuenta en gotitas de virulento sufrimiento. Así termina una más de tus vidas, quizá la cuarta o la quinta, perdí la cuenta desde la tercera que vez que dijiste que planeabas quedarte en el camino, que ya no podías más. ¿Te acuerdas? Tuviste que hacerte a un lado, dejar todas tus cosas arrumbadas en una vieja bodega que algún lunático te prestó más por caridad que por empatía, porque sinceramente te falta demasiado para ser como el resto de nosotros, de siquiera pensar como nosotros.
Pero tú… No, tú no. Tú eres como eres y nadie te puede cambiar; frágil, vulnerable pero eso sí, muy orgullosa como la que más. Que nadie se te ponga en frente porque entonces sí que se puede llegar a incendiar el cielo, que nadie intente si quiera poner las manos sobre tí porque entonces ya empiezas a gruñir como la más salvaje de las fieras. Que nadie se atreva a ponerte el cañón sobre la frente. Nadie lo merece a menos que sea yo, queridísima amiga… ¿Entendido?
Pues bien, pasa; el paredón de fusilamiento está aquí, y trescientas un balas ya tienen tu nombre.