Habían pasado ya cuatro horas y los deudos se habían marchado a sus casas con paso lento y resignado, seguramente irían a tomar café y a comentar las incidencias de los últimos días. Pero Felipe permanecía sobre el sepulcro, se negaba a apartar los brazos del montículo de tierra húmeda, le lloraba con rabia al tiempo olvidado. No tenía idea de lo que más extrañaría de él, si acaso su indiferencia, su mal humor o sus disgustos... Alguna situación le iba a provocar su ausencia.
Sin embargo, de algo estaba seguro; no iba a extrañar el rostro suplicante de su padre cuando le apuñalaba debajo de las costillas, no iba a extrañar sus espasmos de dolor y sangre, y mucho menos iba a extrañar sus últimas palabras, "¿Por qué lo haces, mi niño?". Aunque era justo por eso que Felipe sentía un profundo arrepentimiento.
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