Los ojitos de Aurora se posaron en el lejano horizonte donde ya caía la noche, alzó la vista y las estrellas centellearon inocentes en complicidad con ella. -Está muy lejos- se dijo a sí misma sin esperar respuesta alguna. Bajo ese cielo encapotado se miraban millones de luces, parecían moverse con sutileza; eran pequeños fuegos productos de velas que alumbraban el desierto yermo, luces sostenidas por las manos firmes de gente que reía a carcajadas, que viajaba en una proseción entre cantos y música. Todas hacia una misma dirección, todas con un mismo destino...
-Aurora, date prisa. ¿Acaso no quieres ver a tus hermanitos?- le gritó una anciana que caminaba con paso rápido y ágil.
-¡Ya voy, mamá!-respondió Aurora echando a correr.
Y las calles de la soledad y la amargura se llenaron de alegria con el retorno de los muertos.
-¡Ya voy, mamá!-respondió Aurora echando a correr.
Y las calles de la soledad y la amargura se llenaron de alegria con el retorno de los muertos.
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