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Exhumacion-es.

"Exhumaciones" es un recorrido por la literatura light del nuevo siglo, un juego de palabras a veces corto a veces no tanto. Que intenta reflejar emociones, obsesiones y locuras "temporales".
"Exhumaciones" Es un viaje desde el centro de la Tierra hasta lo más recóndito de mi universo personal.

18 feb 2011

El tormento.

Era aquella una noche terrible, más no por la tempestad que azotaba con la furia de una apocalíptica ventisca lo que hacía de la habitación un abismo sumido en las tinieblas que de un momento a otro era iluminado por frágiles destellos de luz y esporádicos rugidos en el cielo, aquello era una espesa cortina de niebla que cubría el verdadero significado de lo macabro. Aquello que estrujaba el corazón con una punzada de dolor y angustia era lo que se hallaba frente a la ventana; una cuna iluminada por la escasa luz de la noche, se mecía con pausados movimientos y el chirriar de las gastadas maderas amortiguaba el repentino llanto la criatura que despertaba en ese instante de una fatídica pesadilla. Las gotas de lluvia golpeteaban incesantes el vidrio de la ventana, los lamentos se convirtieron muy pronto en rabietas y por momentos parecía que todo el aire acumulado en sus pequeños pulmones se escapaba en prolongados gritos de terror. Aquel llanto que emanaba debajo de las sábanas era un lamento parecido a la burlona risa de la hiena, tan estrepitosa que el jadeo emitido tras una breve pausa, erizaba los cabellos de su propia madre.
Un rayo iluminó la habitación a través de la ventana y sobre el barandal de la cuna, las raquíticas manos de un ser minúsculo se asomaron, tan delgadas y de un color rosa muy pálido, sus movimientos eran lentos y sus ademanes expresaban ansiedad, parecía que el bebé pretendiese asirse de los cabellos de su madre, sentir la seguridad y el calor de sus brazos, pero por respuesta solo obtuvo recriminaciones y el seco golpe de un cenicero que se estrelló en el barandal de la cuna, sobrevino el rugir del trueno y nuevamente la ventisca que estampaba las gotas de lluvia en la ventana.
Sara, la madre de la criatura bajo las sábanas, pudo haber sido un ejemplo teatral, casi cómico, de uno de los más grandes temores de una sociedad conservadora; una madre que rechaza a su hijo, ha sido, es y será objeto de repudio en cualquier esfera social que se jacte de ser civilizada. Era aquel, un tema del cual poco se hablaba en la familia, se evitaba a cualquier costo ya que se consideraba de mal gusto y pésima educación, aunque a veces lo disfrazaran como respeto por la criatura. Y es que Sara no soportaba la realidad, su hijo había nacido con una compleja deformidad que le impedía ser un bebé normal, tal vez eso terminaba por destrozar los ánimos de Sara y a pesar del poco esfuerzo que empeñaba por tratar de comprender el sufrimiento de su hijo, no llegaba a percibir la magnitud de su desdicha y eso desembocaba en una actitud nada ejemplar, repleta de reprimendas y últimamente cargada de odio. Sin embargo, el que su hijo no fuera como los demás, no opacaba su integridad como ser humano. Un humano que bastante tenía con aquella condición que le aquejaría de por vida.
Los efectos de las píldoras para conciliar el sueño que Sara tomará hacía ya unas horas debido a su incipiente insomnio, se esfumaron con el último gemido que el bebé emitió en un esfuerzo desesperado por atraer la atención de su madre. Exhausta, Sara se levantó de la cama con la autoestima por los suelos y con paso vacilante se acercó a la cuna, un destello de luz iluminó el interior, en ella un revoltijo de sábanas blancas se contorsionaba con violentos movimientos, se asomaban las delgadas manos del bebé y los minúsculos pies pataleaban con agobiante esfuerzo tratando de salir de aquel embrollo de mantas. Sara tiró de un jalón las sábanas y el pequeño se desenvolvió de sus ataduras dejando ver su maltrecho cuerpecito; su abdomen que en cada respiración mostraba la curiosa forma en la que sus costillas se acomodaban, sus rodillas ligeramente ladeadas hacía la izquierda y encima del cuello, una amorfa y enorme cabeza repleta de erupciones, parecía hinchada en algunos lados y en otros la carne se pegaba a los huesos del cráneo, su roja boca salivaba incesante, su nariz y sus orejas eran demasiado pequeñas o tal vez sería una ilusión óptica debido a la enorme cabeza que poseía. Debajo de dos párpados amoratados asomaban un par de lindos ojos azules. Sara tomó sus manitas entre las suyas, lo miró con desprecio y en cambió el bebé la miró con ternura, aquellos ojos azules parpadearon como si pidiesen misericordia, Sara levantó al bebé y lo llevó a su cama.
Acostado en la enormidad del lecho de su madre, el bebé se sintió más indefenso que nunca, sus ojos desprendían lágrimas de dolor, su madre tomaba el frasco de somníferos y de el extraía algunas tabletas. Su doctor le prescribía dos antes de irse a la cama, no era recomendable más de lo preescrito por el médico, las razones resultaban obvias; posibles sobredosis, complicaciones que eventualmente podrían llevar a la muerte. Agotado y con el corazón galopando desbocadamente, el bebé se relajó y comenzó a tranquilizarse, Sara se acercó con cautela para no impacientar al pequeño e introdujo el polvo de cuatro tabletas trituradas en su roja boca.
El bebé abrió nuevamente los ojos y miró a su madre junto a él, ella lloraba, su llanto era imperceptible a causa de la tormenta, los rayos siguieron iluminando el cielo por algunos minutos, el pequeño cerró los ojos y parecía que todo estaba por terminar. Sara abrazó al bebé, a fin de cuentas era su hijo y lo correcto (si se le puede poner ese calificativo a semejante barbaridad) era ayudar a su hijo a trascender a la siguiente vida. Sintió como disminuía su ritmo cardiaco, su respiración se hacía cada vez más pausada y en un instante dejó de hacerlo.
Ahí yacía el cuerpo del bebé, contraído como si fuera un feto, agotado, rendido, acabado. Sara se sentía terriblemente confundida, ¿había hecho lo correcto? El bebé sufría demasiado por su condición, pero tenía el mismo derecho de vivir que cualquier otra persona… Con los ojos cerrados, Sara no quiso mirar más a su hijo, lo abrazaba con el cariño que le dictaba su oculto corazón de madre, sintiendo su cálido cuerpo. La escena era desgarradora, los relámpagos y los truenos ahora eran un clamor de guerra en el horizonte, se iban junto con la vida del pequeño y la lluvia era solo una brisa que empañaba la ventana, Sara sintió bajo ella un movimiento, el bebé comenzaba a convulsionar.
El espanto repentino provocó en Sara un remordimiento que le llevó a apartarse con verdadero terror del cuerpo del bebé, quizá su mente le estaba jugando una pésima broma y en su locura temporal creyó que la divina gracia de Dios le mandaba un castigo por su crueldad. Sara se acurrucó a los pies de la cuna mientras la luna asomaba envuelta en jirones de nubes desgarradas en lo alto de la bóveda celeste. El bebé parecía querer levantarse de la cama, Sara se levantó y corrió hacía la puerta de la recámara pero los nervios le traicionaron y no pudo quitar el seguro de la puerta, corrió de vuelta a la cuna, la empujó y abrió la enorme ventana, el metal del marco resbaló con suavidad, se paró en el borde y miró una vez más hacía la cama, el niño vomitaba cualquier cantidad de porquerías y de sus labios la espuma salía a borbotones. La criatura aun se retorcía con ímpetu, Sara cerró los ojos y se arrojó al vacío dejando escuchar un aterrador grito de fugaz agonía. Los vecinos del condominio despertaron extrañados.
La luz de la luna bañando la húmeda madrugada y la tranquilidad después de la tormenta se hizo presente en el mismo instante que madre e hijo dejaron de existir en este mundo.

19/04/05

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