¿Qué ninguna de mis historias tiene un final feliz? Hablemos del tiempo, hablemos de las horas, los minutos, los segundos: esas agujas pequeñitas que penetran tu piel y te duelen en el alma. De esos despertares a media noche cuando la luna se encuentra arribita nuestro, mirándonos, compadeciendose de nosotros, dejando caer rollitos de luz para que la soledad ya no sepa a cobre. Tengo los cabellos mojados, se me pegan en la frente y me pican los ojos, tengo el corazón acelerado, como si me provocara taquicardias con el simple uso de la mente, tengo, también, la estúpida sensación del veneno en mi boca, en mis labios, de esos labios de los que brotan a veces cosas muy perversas, palabras hirientes, mortales, sulfurosas. Pero hoy no. Hoy el veneno no me va a enfermar (como odio esa palabra), encenderé las velas y escucharé como grita el corazón cuando las agujas del tiempo lo han encontrado.
¿Qué éste no es un final feliz?: veintidós años, cuatro meses y veintitrés días. A doscientos sesenta y cinco días del final.
Y contando...
¿Cómo no brincar de felicidad?
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